La eclosión de la denominada inversión responsable y la observancia cada vez mayor de las dimensiones ambiental, social y de gobierno corporativo de las empresas en la toma de decisión de los inversores no pueden ser consideradas más que buenas noticias, pero la centralidad de los criterios ESG no puede ser un dogma de fe: debe exigírseles la misma accountabilty que a los de tipo financiero y deben basarse en indicadores objetivos, materiales, consistentes y comparables.
Sobre el sólido presente y el prometedor futuro de la inversión que tiene en cuenta elementos sociales y ambientales existe mucha literatura, pero este reciente artículo del periodista de la CNBC Elliot Smith resume bien el actual estado de opinión sobre el tema al señalar que el 74% de los inversores en fondos cotizados y el 84% de los hedge fund managers prevén aumentar su apuesta por los vehículos y las estrategias ESG.
En una reciente jornada a cargo de Spainsif, sus panelistas coincidían además en que la pandemia del COVID-19 está llamada a acelerar esa tendencia, y, en especial, a otorgar un mayor peso a la ‘S’ social en una ecuación en que, hasta la fecha, el pilar dominante había sido la ‘E’ ambiental.
Pero en esa jornada afloró también la preocupación por el ecopostureo (o greenwashing) y por la dificultad de acceder a datos ESG fiables: dos grietas en una cuestión a veces percibida como muy sólida e indiscutible, y que en cambio se ha visto desafiada recientemente por distintos articulistas e investigadores.
Financial Times ha sido especialmente vocal sobre las zonas grises del mundo ESG. En un artículo reciente, Sarah Murray constataba por ejemplo la percepción de muchos inversores sobre que la inversión responsable implica sumergirse en una auténtica sopa de letras, en que las siglas y acrónimos de los distintos sistemas de evaluación y reporting (SASB, GRI, TCFD, GIIRS…) hace que muchos naufraguen por un exceso de datos. Y la misma cabecera iba más allá en mayo al referirse a una investigación del MIT según la cual las puntuaciones sobre el comportamiento ético de una misma organización a cargo de distintas agencias de rating solo coinciden el 60% de las veces.
Un tercer artículo en Financial Times exponía una tesis igualmente crítica de forma todavía más explícita ya desde su titular: el concepto ESG ha sido sobrevalorado y sobrevendido. En él, Brad Cornell consideraba que, a menudo, la inversión responsable “se ve respaldada por evidencias débiles o inexistentes sobre sus retornos, y plagada de inconsistencias internas que socavan su credibilidad”. Y es que el principio de que una compañía que haga el bien acabará maximizando los retornos a sus accionistas en el largo plazo puede funcionar para compañías nicho como Patagonia, que opera en un mercado pequeño y con consumidores con conciencia social y alto poder adquisitivo, pero no necesariamente para otras más grandes, dirigidas a mercados mucho mayores y sensibles al precio. Por eso es importante una conversación honesta en que “tanto empresas como inversores reconozcan que ser buenos tiene un precio en muchas ocasiones, y negar ese precio o argumentar que los beneficios siempre lo superarán es deshonesto”.
En contraste con los escépticos del ESG, un buen argumento sobre su relevancia y sobre la necesidad de basar las credenciales no financieras de una empresa en calificaciones adecuadas lo brinda el ejemplo concreto de Wirecard. La compañía alemana, considerada una referencia en la transición hacia un mundo sin efectivo, empezó a registrar unas calificaciones inferiores a la media de su sector a cargo de agencias especializadas en ratings ESG como MSCI, Sustainalytics o RepRisk y acabó entrando en quiebra por la revelación de una serie de malas prácticas en su gobierno corporativo relacionadas con contratos falsos, ganancias infladas y dudosos acuerdos de outsourcing. Es decir, que en esa ocasión las primeras señales de que la compañía no contaba con una buena gobernanza vinieron de la mano precisamente de la medición ESG, que se demostró no solo premonitoria sino más acertada que los análisis económico-financieros, que consideraban a Wirecard consistentemente como una excelente inversión.
En una misma línea de valorización del ESG, la consultora MSCI acaba de publicar un informe (‘Deconstructing ESG Ratings Performance’) en que ha analizado la afectación de los aspectos ambientales, sociales y de gobierno corporativo en los fundamentales y la andadura bursátil de una serie de compañías por espacio de 13 años. Su primera conclusión es que, cuando los sistemas de medición ESG de las empresas equiparan el peso de esas tres dimensiones o no recurren a métricas específicas para su sector en aras de una mayor estandarización, resultan de menor utilidad. Y la segunda, que la ‘G’ de gobierno corporativo tiene un mayor impacto en la rentabilidad y en la existencia de riesgos a corto plazo, mientras que la ‘E’ ambiental y la ‘S’ social impactan en el largo plazo.
Standard & Poor’s también destaca en un artículo reciente que cada vez hay más evidencias empíricas de que la ‘G’ es la dimensión que brinda mayores retornos en clave de negocio, y resalta además la ventaja que supone que la gobernanza lleve más tiempo midiéndose en las organizaciones en comparación a las dimensiones social y ambiental, lo cual vuelve la definición de qué es un buen gobierno corporativo más clara y generalizada.
Le tesis de MSCI y de S&P sobre la importancia de la ‘G’ es especialmente pertinente en contextos de crisis como al que nos ha expuesto el coronavirus. En este artículo de The Banker publicado en pleno confinamiento, su autora correlacionaba por ejemplo un buen gobierno corporativo con un buen nivel de resiliencia: quizás el activo más preciado en un corto y medio plazo que seguirán caracterizándose a nivel global por unos altos niveles de incertidumbre.
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