A la hora de hablar de la contribución que el sector financiero puede realizar no ya a la transición verde sino a dejar un mundo mejor a las próximas generaciones, a menudo la conversación se centra en cuál ha de ser su labor filantrópica cuando en realidad existen instrumentos que enriquecen el habitual binomio de riesgo y rentabilidad con un nuevo gradiente: la sostenibilidad y la inversión de impacto.
En un didáctico artículo para Forbes, Francois Botha se refería a ese tipo de inversiones como a aquellas “realizadas por organizaciones, compañías o fondos para contribuir a un cambio social o ambiental positivo y medible, generando a la vez rentabilidad”, y las colocaba en un punto intermedio entre la filantropía y la inversión clásica.
Si bien los modelos tradicionales de riesgo tienden a considerar que la inversión de impacto implica necesariamente un cierto sacrificio en términos de rentabilidad a cambio de favorecer un impacto significativo, la andadura de estas inversiones en los últimos años y a la luz de la crisis del COVID-19 desmiente esta tesis.
Por un lado, en 2019, una encuesta entre 83 inversores nórdicos acreditó la confianza de los mismos en que la inversión de impacto podría ofrecerles retornos de mercado o incluso por encima de la media. Y, por otro, como apuntaba recientemente Agustín Vitórica, cofundador de Gawa Capital, en El Economista, según la International Finance Corporation (IFC), la inversión de impacto solamente cubre el 10% de su demanda potencial a escala global.
Pero incluso en este 2020, el impact investment está ganando enteros no ya como una modalidad de inversión sostenible, sino también rentable. Así lo consideraba Financial Times en un artículo reciente, al afirmar que la irrupción del coronavirus y su impacto catastrófico en las economías ha supuesto la primera prueba real del grado de compromiso de los inversores con la inversión de impacto, y que su andadura hasta la fecha ha demostrado “que los cínicos estaban equivocados”.
A título de ejemplo, en una reciente encuesta a cargo del propio Financial Times entre gestores patrimoniales del Reino Unido, casi 9 de cada 10 consideraron que la pandemia daría pie a un mayor interés por las inversiones de impacto, y solo un 3% dijo que ese interés disminuiría ligeramente.
Así que la inversión de impacto goza de una buena salud avalada también por la Annual Impact Investor Survey correspondiente a 2020 del Global Impact Investing Network (GIIN): un estudio que pulsa la opinión de 294 de los principales inversores de impacto del mundo, que administran colectivamente activos valorados en 404.000 millones de dólares.
Esta investigación acredita que la industria de la inversión de impacto es hoy muy diversa tanto geográficamente como en clases de activos y enfoques, y que el mercado está creciendo tanto en profundidad como en sofisticación. Casi siete de cada diez encuestados creen que la inversión de impacto está creciendo de forma sostenida, y la mayoría mantienen una perspectiva positiva para el futuro: en concreto, el 57% afirma que es poco probable que sus compromisos de capital cambien debido a la pandemia, y el 15% prevé incluso comprometer todavía más fondos.
Pero la inversión de impacto enfrenta también retos, y la propia encuesta del GIIN señala uno de los principales: el temor a que el mercado perciba este tipo de inversiones como ‘impact washing’ –es decir, que las compañías o fondos detrás de las mismas afirman estar orientados a un impacto social o ambiental positivo que en realidad resulta dudoso o directamente indemostrable.
Claudia Antuña, consultora de Afi, brinda una posible receta para evitar ese blanqueo y fortalecer en general a la inversión de impacto: la aplicación de tecnologías como la inteligencia artificial o el big data para, por ejemplo, conocer en tiempo real el impacto positivo generado por una cartera de inversiones. Antuña también apuesta por utilizar estas herramientas para generar modelos predictivos con los que establecer metas sostenibles y mejor acotadas para este tipo de inversiones.
En el caso concreto de España, existe además el reto de acabar de generalizar la adopción de la inversión de impacto. El periodista Miguel Moreno radiografiaba recientemente en Cinco Días la situación en nuestro país, en que, pese a que acaba de constituirse el mayor vehículo de impacto hasta la fecha –Huruma Fund, que podría alcanzar los 120 millones de euros–, estamos todavía a mucha distancia del contexto europeo, con hasta 10 fondos por encima de los 700 millones y cuatro que superan los 1.000.
Queda por lo tanto camino por recorrer, pero no cabe duda de que la inversión de impacto tiene por delante un futuro prometedor de la mano de su progresiva sofisticación y de la toma de conciencia colectiva por parte de la comunidad inversora sobre que sus retornos pueden ser iguales o superiores que los de otras modalidades inversión más conservadoras o tradicionales.
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