Pese al alentador descenso en las cifras de contagiados y fallecidos, seguimos en un contexto de gran complejidad en que el COVID-19 va camino de alcanzar la cifra de 400.000 víctimas mortales en todo el mundo, en que sigue destruyéndose empleo y en que los mercados siguen mostrando una enorme volatilidad, pese a que el índice Vix, de referencia en la materia, ha marcados en los últimos días sus mejores registros desde finales del mes de febrero.

El Banco de España acaba de revisar sus previsiones para la economía española y contempla tres escenarios que oscilan entre una recuperación rápida de la economía, con una caída anual del PIB del 9% en 2020, y una muy lenta, en que ese descenso se acentuaría hasta el 15,1%. En los tres se produciría además un importante repunte del desempleo, que se situaría en el 18% a final de año, y que, en la peor hipótesis, seguiría deteriorándose hasta alcanzar el 24,7% en 2021.

Pero hasta en este contexto, que obliga a priorizar lo urgente, no podemos desatender lo mucho que nos jugamos a futuro, para lo que es necesario empezar a plantear qué vamos a hacer en el largo plazo. Y ahí existe una gran oportunidad. Como apuntaba Jared Diamond en un reciente artículo para el Financial Times, hasta la llegada del COVID-19, nunca había habido una lucha que uniera a todo el mundo contra un enemigo común: una circunstancia que podría crear un sentido generalizado de identidad mundial que favorezca que, a partir de ahora, nos enfrentemos más unidos a problemas comunes.

Pero, ¿en qué dirección deberíamos encaminarnos en ese largo plazo? la Universidad de Oxford acaba de publicar un estudio basado en una encuesta a 230 economistas de primer nivel precisamente para dirimir qué medidas deberían aplicarse para paliar la crisis del coronavirus, y sus respuestas se han decantado claramente hacia las más verdes. Tres de las cuatro más votadas giran en torno a la inversión en infraestructuras relacionadas con las energías renovables, a la renovación de edificios para volverlos más eficientes y a aumentar la resiliencia y regeneración de los ecosistemas.

La Unión Europea también está orientado la conversación sobre cuál ha de ser esa meta a largo plazo en la dirección del green recovery, como acredita el plan de recuperación económica de 750.000 millones de euros que acaba de presentar la Comisión, y que, a la espera de ser aprobado por los Estados miembro, prevé condicionar el acceso a sus fondos a que los países que los soliciten demuestren la contribución de esos recursos al European Green Deal.

En un sentido parecido, Miguel Gil, jefe de la unidad de semestre europeo, inversiones estratégicas europeas y cohesión de la Comisión Europea, se refería esta semana en un evento virtual organizado por Funcas a que orientar la recuperación en la dirección el European Green Deal generaría empleo en el corto plazo e a impulsaría a la vez la eficiencia energética o la proliferación del coche eléctrico.

Pero ese horizonte de largo plazo no solo ha de venir impartido por economistas de referencia o por entidades supranacionales, sino también por los agentes financieros. En su última investigación para Finance Watch, por ejemplo, Thierry Philipponnat ha recomendado aumentar las ponderaciones de riesgo que los bancos aplican a sus exposiciones al petróleo, al gas y al carbón.

Y, tras los primeros pasos dados por BlackRock y Goldman Sachs, un artículo reciente en Forbes celebraba que bancos como JP Morgan, Citibank o Wells Fargo hayan decidido dejar de financiar desarrollos de petróleo y gas en el Refugio Nacional de Vida Silvestre del Ártico. Una medida que algunos tildarán de ‘climate-washing’, pero que pone de relieve cómo el sector financiero está tomando nota de la creciente presión social que le insta a convertirse en un contribuidor neto a la transición verde.

El sector asegurador también está en trance de reinventarse, como apuntaba recientemente el Financial Times, y mira hacia la Terrorism Risk Insurance Act (TRIA) establecida en Estados Unidos en 2001 o al sistema de seguros contra catástrofes naturales francés como precedentes en los que basar fórmulas para dar una mejor cobertura a futuras pandemias.

En la definición de sus horizontes a largo plazo, los sectores público y privado deberán trabajar también en aras de otro concepto que está cobrando mucho protagonismo en esta crisis: el de la resiliencia, que Lee Howell, miembro de la junta directiva del World Economic Forum, consideraba clave en un reciente artículo para Project Syndicate. En él, Howell definía la resiliencia como una defensa clave ante riesgos que son difíciles de predecir o de gestionar de manera efectiva debido a la escasez de conocimiento, y señalaba que desarrollarla requiere una triple acción: los gobiernos deben suscitar la confianza de sus ciudadanos; el sector privado debe trabajar con las administraciones para estar preparados; y la sociedad civil debe vigilar la corrupción y el despilfarro y exigir transparencia.

En definitiva, la crisis del coronavirus sigue siendo una emergencia pero empieza a darnos tiempo e incentivos para pensar en el largo plazo y en qué hemos de cambiar y cómo para estar mejor preparados ante el próximo shock sistémico, que, sea de orden sanitario o climático, llegará.