Septiembre de 2022

El de 2022 ha vuelto a ser un verano de récords en materia de desastres climáticos, como ilustra un descorazonador artículo reciente en Fast Company. La cúpula de calor que ha azotado a Europa, Oriente Medio, África y Asia ha hecho que localidades como Sweihan, en los Emiratos Árabes Unidos, hayan alcanzado los 51,8 grados. El incendio Rum Creek, en el estado de Oregon, ha devastado 60.705 kilómetros cuadrados: el equivalente a un 8% de la superficie de España. El tifón Hinnamnor se ha convertido en el más fuerte registrado nunca en Corea del Sur, con vientos de casi 300 kilómetros por hora. Y, tras meses de fuertes lluvias e inundaciones que se han cobrado más de 1.000 vidas y causado daños por valor de 10.000 millones de dólares, se calcula que un tercio de Paquistán ha llegado a estar bajo el agua.

Estas cifras y las dramáticas imágenes que las acompañan resultan tan mareantes que, en ocasiones, nos distraen de su profundo impacto económico, pero, a título de ejemplo y ya en España, la sequía persistente en la Comunidad Valenciana desde mayo y durante todo el verano ha reducido la producción de olivas y almendras en un 70%, la de uva para vino en un 30% y la de frutas de verano como el albaricoque, el melocotón o la cereza en un 65% según datos de AVA-ASAJA, que valora estas pérdidas en alrededor de 120 millones de euros.

Más allá del sector agroalimentario, siempre muy impactado por este tipo de fenómenos, no debemos olvidar que estos sacuden también los cimientos de otras muchas industrias. Por ejemplo, la residencial, porque la reiteración de desastres en determinadas demarcaciones está generando la necesidad de reubicar a sus residentes y la consiguiente pérdida de valor de sus activos inmobiliarios. A título de ejemplo, en Estados Unidos se calcula que la subida del nivel del mar podría obligar a mudarse a 13 millones de personas.

La actividad turística también está muy impactada por estos eventos climáticos externos, como ilustran las imágenes del pasado mes de julio de varios hoteles de la isla griega de Lesbos en llamas. Y el sector de los transportes es otra de sus víctimas colaterales, como vimos durante el mes de agosto en Alemania, en que el riesgo de que los niveles del Rin cayeran hasta el punto de obstaculizar el transporte por el río condujo al gobierno a priorizar el transporte ferroviario de materiales y equipos esenciales para la producción de energía sobre el de pasajeros.

China, que en ocasiones nos parece inmune al cambio climático, tuvo que parar en agosto la producción de fábricas situadas en el suroeste del país para priorizar el consumo energético de las familias con el que hacer frente a las temperaturas de más de 40º registradas en la provincia de Sichuan. Y, en el ecuador del verano, esas medidas tuvieron que hacerse extensivas a los propios hogares y oficinas. En una muestra elocuente de la interrelación de la economía mundial, esa falta de energía frenó además la producción de compuestos de litio para baterías de automóviles eléctricos y del polisilicio utilizado en la producción de paneles solares: paradójicamente, componentes esenciales para poner freno al cambio climático mediante la apuesta por las energías limpias.

De hecho, las ondas expansivas de los desastres climáticos se extienden a empresas y particulares que a menudo se encuentran a cientos de kilómetros de sus epicentros. Eso ha ocurrido por ejemplo con la profunda sequía en que está sumido el Colorado, que no solo ha obligado a los siete estados que abrevan de ese río a reducir su consumo en un 40%, sino que ha conducido a una inversión de 20 millones de dólares para cavar pozos con los que suplir esa reducción que está acelerando el agotamiento de las aguas subterráneas: una correa de transmisión con terribles efectos a su vez sobre una industria agroalimentaria que podría verse abocada a acometer millones de despidos.

Julián Cubero, de BBVA Research, hablaba recientemente en El País de otra de estas correlaciones entre el empobrecimiento de nuestro medio ambiente y la economía, referida en este caso a la biodiversidad. Según Cubero, desde la década de 1970, la demanda mundial de recursos naturales supera al aumento de su oferta, y esa sobreexplotación de recursos sin derechos de propiedad definidos, como la polinización de las plantas y la purificación de agua, hace que empecemos a ver fenómenos tan insospechados como el robo de colmenas ante la escasez de abejas. Este deterioro de la biodiversidad, que acapara además muchos menos titulares que el calentamiento global o el cambio climático, podría acabar siendo un freno para la producción agraria, y, en general, para la vida en la Tierra.

En una clave más nacional, también hay evidencias abundantes sobre ese colateral económico de los desastres naturales. El Banco de España, por ejemplo, analizó en 2021 la afectación en la economía del área del Mar Menor, en la Región de Murcia, del proceso de eutroficación que está degradando la mayor laguna salada de Europa. La entidad calculó que, desde el inicio de la proliferación exponencial de algas en el Mar Menor en 2015, las viviendas de la zona se han revalorizado un 45% menos que las del sur de Alicante, con las que antes de ese hito presentaba una evolución prácticamente idéntica. Y el mismo BdE concluyó en su memoria de 2021 que las empresas afectadas por un incendio no solo enfrentan las complejidades inherentes a un desastre de este tipo, sino que además ven reducidos su saldo de crédito y su empleo.

Este paseo tan doloroso por cómo afectan los desastres climáticos a la economía y sobre lo alargadas y enrevesadas que resultan sus ondas expansivas da una buena medida de por qué la apuesta por el net zero no es una aspiración fantasiosa, sino una meta inaplazable. Y la magnitud de ese reto es tan grande que, de nuevo, la implicación de los agentes financieros no es accesoria, sino imprescindible para movilizar el ingente volumen de capital necesario para que la economía mundial vire por fin en la dirección de la neutralidad de carbono.