En la medida en que lo señala el propio Acuerdo de París, nadie duda de que el sector financiero es clave en la lucha contra el cambio climático. Pero algunas voces están intentando otorgarle una centralidad cada vez mayor. El periodista Paul J. Davies, por ejemplo, afirmó recientemente en Bloomberg que “los bancos pueden ser nuestra mayor esperanza” para salvar el planeta.

Ante ese tipo de declaraciones, no podemos obviar que los gobiernos tienen una enorme responsabilidad, como acreditan las referencias reiteradas de figuras como Larry Fink de BlackRock a que los riesgos sistémicos requieren soluciones igualmente sistémicas, que solo pueden ser planteadas por gobiernos elegidos democráticamente.

En el contexto actual, nos conducimos además hacia un escenario en que se producirán los denominados cisnes verdes, o Green Swans. Si el estadounidense Nassim Taleb se refería a los cisnes negros como a “eventos improbables y difíciles de predecir que pueden tener un impacto enorme en la economía”, sus homólogos verdes serían sucesos causado por el cambio climático y la pérdida de biodiversidad y podrían generar la siguiente crisis financiera de carácter sistémico.

Frente a los mismos, la ausencia de comparaciones históricas que nos ayuden a comprender la forma en que los riesgos climáticos pueden afectar al sistema bancario, a la industria de los seguros o a cualquier otra actividad económica puede dar pie a una gran inestabilidad. Y esto devuelve el protagonismo a los bancos centrales, los supervisores y las autoridades macro prudenciales en la transición verde, porque, como apunta Hélène Rey en Project Syndicate, “incumbe a las instituciones a cargo de la estabilidad financiera garantizar que los cisnes verdes no se vuelvan negros” debido a una inadecuada recolocación de activos en tiempo y forma.

En esa corriente se encuadran precisamente las llamadas al desarrollo de test de estrés climáticos. Paul Hiebert, Jefe de la División de Riesgo Sistémico e Instituciones Financieras del Banco Central Europeo, apuntó a este respecto el pasado mes de julio la importancia de medir los riesgos de estabilidad financiera derivados del cambio climático para la UE.

El pionero en materia de tests de estrés climáticos ha sido el Banco de Inglaterra, que el pasado mes de junio anunció una prueba piloto para examinar las tensiones derivadas del paso a una economía neta de cero emisiones de carbono en las próximas décadas y el impacto de las condiciones meteorológicas extremas. Ese test analizará la capacidad de recuperación de los 19 bancos y aseguradoras más grandes del Reino Unido, y sus resultados se esperan para mayo de 2022.

En paralelo a esa iniciativa británica, un grupo de investigadores de la Reserva Federal también han desarrollado una metodología para llevar a cabo tests de estrés climático en Estados Unidos bajo la convicción de que “asegurarse de que los bancos son resistentes a la amenaza del cambio climático está dentro del mandato de la Fed”.

En nuestro país, en todo caso, debemos seguir especialmente de cerca lo que propone el Banco Central Europeo, que ya ha anunciado tres tests de estrés: uno sobre la propia cartera del BCE, otro sobre la de los bancos a cargo de las propias entidades, y un tercero ya completado, a cargo de la autoridad monetaria europea y a nivel económico. Las conclusiones del mismo, tras calcular el impacto potencial del cambio climático en 4 millones de empresas y 1.600 bancos en Europa durante los próximos 30 años, han sido claras: los costes de reducir las emisiones son mucho menores que los impactos del cambio climático en las empresas, los bancos y la economía europea si no hacemos nada o lo hacemos tarde.

A propósito del segundo test, a cargo de las propias entidades, ya publicado y que ofrecerá resultados al final del primer trimestre de 2022, les obligará a suministrar al BCE información de cómo podrían evolucionar sus carteras en periodos de 10, 20 y 30 años. La publicación española Social Investor apuntaba al respecto que el Banco Central Europeo no publicará los resultados individuales de cada entidad, como habrían solicitado algunas de las mismas, y que esos resultados, según Frank Elderson, miembro del Comité Ejecutivo del BCE, “serán de carácter cualitativo” y que “tendrán un impacto indirecto”.

Hasta con esas precauciones, está generándose un intenso debate en torno a estos segundos tests en que voces como la de Huw van Steenis en Financial Times apuntan a que los inversores deben prepararse para su impacto en los bancos, porque estas pruebas, a las que el periodista se refiere como “al cambio individual más importante en la regulación financiera desde la crisis financiera”, “influirán en el coste del capital y los inversores querrán adelantarse a ellas”.

En este contexto, el quórum de los agentes financieros es que, antes de exigir cumplimiento y requerimientos de capital, los reguladores, los supervisores, los gobiernos y las propias empresas deberían asegurarse de que existe información oportuna, que se publica y categoriza de la misa manera, que se emplean modelos correctos y que estos se interpretan además adecuadamente: es decir, datos, estándares, metodologías y formación. Sin esos cuatro elementos y uno adicional de proporcionalidad, el valor de los tests de estrés puede verse reducido y que este instrumento no cumpla con su función.