El pasado 13 de mayo, el Congreso de los Diputados aprobó la primera Ley de Cambio Climático y Transición Energética de España. Con el objetivo último de la descarbonización de nuestra economía antes de 2050, esta norma fija por ejemplo la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero en un 23% respecto a las de 1990 o la generación del 74% de la electricidad mediante energías renovables en 2030, la prohibición de la venta de vehículos propulsados por gasolina, diésel o híbridos en 2040 o el fin de la producción de combustibles fósiles en 2042.
Tras su aprobación en las Cortes, muchas voces autorizadas han coincidido en que esta ley supone un indiscutible avance en la lucha contra el cambio climático, pero que podría haber sido todavía más ambiciosa.
En El Español, por ejemplo, Carlos Bravo, Peter Sweatman y Cristian Quílez la consideran “el kilómetro cero en el largo camino para la descarbonización plena de nuestra economía”, pero lamentan la ausencia de mecanismos para garantizar la independencia del Comité de Personas Expertas de Cambio Climático y Transición Energética o que no se haya adelantado a 2035 la fecha de prohibición de los coches de combustión.
Y Xavier Labandeira, catedrático de la Universidad de Vigo e integrante del Consejo de Expertos de Finresp, y Pedro Linares, catedrático de la Universidad Pontificia Comillas, coinciden en El País sobre que la ley es “un paso adelante imprescindible” y sin embargo “completado con retraso” y con una “aparente falta de ambición” en términos de reducción de emisiones, derivada según estos dos expertos de la inacción durante décadas que permitió alcanzar un máximo de emisiones en 2007.
De lo no que no cabe duda en cambio es que la Ley de Cambio Climático interpela directamente a los agentes y al sistema financiero sobre su necesaria implicación en la lucha contra el cambio climático por partida doble.
Por un lado, estableciendo que las entidades de crédito, aseguradoras y reaseguradoras sujetas a supervisión deberán publicar un informe anual evaluando el impacto financiero de los riesgos asociados al cambio climático generados por la exposición de sus actividades al mismo.
Y, por otro, instando al Banco de España, a la CNMV y a la DGSFP a elaborar cada dos años un informe sobre el grado de alineamiento con las metas climáticas del Acuerdo de París y la normativa de la UE y sobre la evaluación del riesgo para el sistema financiero español derivado del cambio climático y de las políticas para combatirlo.
Estas nuevas obligaciones de los agentes financieros han sido también objeto de opinión. Bravo, Sweatman y Quílez, en su artículo coral en El Español, lamentaban por ejemplo que en esos informes sobre el impacto financiero de los riesgos asociados al cambio climático no fuera obligatorio incluir el grado de alineamiento con las metas del Acuerdo de París. Y Mikel García-Prieto, Director general de Triodos Bank en España, celebraba en El Economista que la ley aborde la relación entre el sector financiero y el cambio climático, pero echaba en falta que no exija la medición de las emisiones de las carteras de préstamos de los bancos.
No cabe duda en cualquier caso que esta nueva Ley de Cambio Climático es homologable en alcance y ambición a las de otros países de nuestro entorno, como Reino Unido o Francia, o a la propia Ley Europea del Clima, cuyo reglamento suscitó por fin un acuerdo provisional entre el Parlamento y el Consejo Europeo el pasado mes de abril.
Y que, más allá de estas coincidencias nuestros pares, responde a una tendencia de alcance global. The Economist se refería recientemente a una investigación del Grantham Research Institute de la London School of Economics según la cual en la actualidad existen 1.900 leyes sobre el clima en todo el mundo, y casi dos tercios de las mismas se remontan además a los últimos diez años.
La Ley de Cambio Climático y Transición Energética de España está alineada por lo tanto con las macro tendencias globales y ha recibido hasta la fecha más elogios que críticas, pero, a la vez, deberá estar atenta al curso más inmediato de los acontecimientos para no verse impactada en su línea de flotación como les ha ocurrido a sus homólogas en Alemania, Países Bajos y Bélgica.
En el caso alemán, el pasado mes de abril su Tribunal Superior de Justicia exigió cambios en la Ley Climática alegando que imponía una carga excesiva a las generaciones futuras para reducir las emisiones de carbono. A instancias de un recurso impulsado por jóvenes activistas climáticos, su sentencia consideraba que los objetivos de reducción de emisiones de 2030 en adelante eran muy elevados, y, aunque la decisión ha sido aplaudida, por ejemplo, por Peter Altmaier, Ministro de Economía y Energía del país, va a obligar al ejecutivo teutón a adelantar medidas como la eliminación planificada del uso de carbón, originalmente prevista para 2038.
En los Países Bajos, hace seis años se produjo el denominado caso Urgenda, por el cual la fundación homónima y un grupo de 900 ciudadanos demandaron al gobierno para exigirle que hiciera más para luchar contra el cambio climático. El tribunal de La Haya ordenó al ejecutivo que redujera las emisiones de gases de efecto invernadero un 25% por debajo de los niveles de 1990 en 2020, tras considerar que el compromiso original de reducirlas en un 17% era insuficiente. Ese revés judicial causó una reacción en cadena que ha puesto al gobierno holandés a la cabeza de los esfuerzos climáticos en Europa, al punto en que siete partidos de su parlamento, incluidos los cuatro del gobierno de coalición, elevaron esas metas en 2018 y se propusieron reducir sus emisiones de gases contaminantes en un 49% en 2030 y en un 95% en 2050.
El caso más reciente del elevado escrutinio social y judicial a las medidas gubernamentales para luchar contra el cambio climático es el de Bélgica, en que un juzgado de primera instancia acaba de declarar que el estado belga ha cometido un delito y violado la convención europea sobre derechos humanos al no tomar todas las medidas necesarias para prevenir los efectos perjudiciales del calentamiento global. Si bien la sentencia no obliga a su ejecutivo a cumplir los nuevos y estrictos objetivos de reducción de emisiones que pretendía el demandante –la ONG Klimaatzaak– sí ha impartido la decisión de lanzar un sistema de monitorización para verificar la medida en que las políticas federales estaban contribuyendo a objetivos climáticos.
En definitiva, no cabe duda de que la transición ecológica nos atañe e interpela a todos, individuos, administraciones y empresas, pero que la legislación en la materia resulta fundamental. Y es que normas como esta nueva Ley de Cambio Climático brindan pautas e incentivos para que los agentes económicos aceleren su transición hacia actividades más sostenibles.
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