Actualmente, no cabe duda de los vínculos crecientes entre la actividad corriente de cualquier organización y sus políticas de sostenibilidad, porque estas últimas establecen nuevos riesgos a controlar, dan pie a nuevas oportunidades, y, sobre todo, generan externalidades positivas para las personas y el planeta en el desempeño de la compañía. Esto hace que la concepción de qué hace y qué fin persigue una empresa impacte en gran medida en su contribución a la sostenibilidad.

Una de las materializaciones más recientes y evidente de esa correlación fue la decisión de la Business Roundtable estadounidense de modernizar sus principios sobre cuál es el papel de una organización en agosto de 2019: un ejercicio que la entidad llevaba realizando desde 1978, pero que desde 1997 había mantenido inalterado un aspecto en apariencia inamovible –que las empresas existían, fundamentalmente, para servir a sus accionistas.

En contra de esa tesis hegemónica, el año pasado los primeros ejecutivos de 200 de las mayores compañías de Estados Unidos firmaron una declaración en la que afirmaban que todos los grupos de interés resultaban fundamentales, y que, por lo tanto, las empresas debían entregar valor a todos ellos para el éxito futuro de las propias organizaciones, pero también de sus comunidades y de los países en que operaban.

Esta renuncia a la primacía del accionista fue ampliamente recogida por los medios, con cabeceras tan influyentes como The New York Times poniendo en contexto la declaración por el momento “de creciente preocupación entre las corporaciones por el descontento mundial generalizado” y echando en falta, por ejemplo, menciones a la necesidad de poner coto a las retribuciones de los ejecutivos, pero, en definitiva, alabando esa declaración y considerándola una ruptura con la filosofía que había caracterizado a Wall Street durante las últimas cinco décadas y con los postulados de Milton Friedman y de la Chicago School of Economics.

Tras el movimiento sísmico de la declaración de la Business Roundtable, las voces que abogan por la importancia de la misión en las organizaciones se han multiplicado y amplificado. Entre ellas, la economista Mariana Mazzucato, autora de ‘El valor de las cosas’, ha sido una de las más vocales sobre la necesidad de que las empresas cuenten con una misión con propósito, que genere beneficios más allá de los derivados estrictamente de su actividad corriente, bajo la premisa de que aquellas organizaciones capaces de atender necesidades insatisfechas mediante modelos de negocio viables tendrán un nuevo marco de oportunidades por delante.

En un policy brief para el Institute for Innovation and Public Purpose (IIPP), Mazzucato y su colega Martha McPherson plantean de hecho una analogía entre la función de la misión y la del célebre discurso de Kennedy sobre sus planes de poner a un hombre en la luna, que se caracterizó por establecer un objetivo claro y por ser transparente sobre sus costes, riesgos e incertidumbres. A diferencia de la carrera lunar, sin embargo, pivotar hacia un modelo de crecimiento sostenible a escala global no solo requiere innovación, sino también cambios regulatorios, de comportamiento y un consenso mucho mayor por parte del conjunto de los actores económicos, y mover ese pesadísimo engranaje empieza según Mazzucato y McPherson por fijar misiones con un auténtico propósito.

Todavía desde el mundo académico, el pasado mes de abril y a colación de la presentación de su libro ‘Reimagining Capitalism’, la profesora de Harvard Rebecca Henderson se mostró también convencida de que las empresas impulsadas por un propósito son esenciales para un “replanteamiento sistémico del capitalismo”. Henderson reconoce en este sentido que en esas declaraciones de principios a veces hay más retórica que hechos, pero que, a la vez, el ejemplo que están fijando en el imaginario colectivo empresas como Unilever es un catalizador “para establecer nuevas formas de trabajar”.

El doble acicate de la declaración de la Business Roundtable y de las voces de expertas como Mazzucato o Henderson ha conducido a muchas empresas a otorgar una importancia redoblada a su misión.

Unilever por ejemplo fue pionera durante el mandato de su anterior CEO, Paul Polman, en la implantación del denominado ‘modelo multi-stakeholder’, pero su relevo, Alan Jope, reiteró y amplió recientemente en Bloomberg esa apuesta al explicitar su creencia en que “al posicionar nuestras marcas para que hagan un bien real, gestionar nuestra cadena de suministro de manera sostenible, ser un empleador responsable y crear oportunidades para las personas, logramos un subproducto: un mejor desempeño financiero”. E, interpelado sobre si la crisis del coronavirus había hecho tambalearse a este sistema de creencias, Jope afirmó que Unilever seguía rigiéndose por tres creencias fundamentales de las que el COVID-19 no iba a cambiar “ni una coma”: “que las marcas con propósito crecen, que las empresas con propósito perduran y que las personas con propósito prosperan”.

Otra compañía, Danone, sometió a la votación de sus accionistas el pasado mes de junio la incorporación de su misión, consistente en llevar la salud a los consumidores a través de los alimentos, a sus estatutos. La propuesta fue avalada por el 99% de los mismos, y convirtió a la multinacional francesa en una auténtica empresa impulsada por un propósito (o enterprise à mission). Tras esa votación histórica, Faber afirmó sin ambages a sus accionistas que habían “derribado la estatua de Milton Friedman”.

Esta sintonía entre el tejido asociativo empresarial, el mundo académico y algunas de las mayores y más influyentes corporaciones del mundo nos ha llevado a un momento en que la misión es universalmente percibida como una herramienta utilísima para impulsar cambios de fondo y calado en las organizaciones.

Así lo acredita McKinsey en un artículo reciente en su Quarterly, con datos reveladores como que solo el 7% de los CEOs de las empresas del Fortune 500 creen que sus empresas deberían centrarse principalmente en obtener beneficios a corto plazo y no distraerse con objetivos sociales, o que el 82% de los trabajadores creen que tener un propósito es importante y un 72% considera además que este debería ser más tenido en cuenta que el propio beneficio.