El pasado lunes 5 de octubre se celebró el quinto Día de la Educación Financiera: una iniciativa de la Comisión Nacional del Mercado de Valores y del Banco de España en el marco de su Plan de Educación Financiera que, desde su lanzamiento en 2015, ha suscitado la adhesión de otras instituciones y de numerosos agentes financieros.

Desde Finresp, hemos querido contribuir a esa efeméride con un vídeo en el que explicamos que con la elección de los productos financieros que consumimos, bien a título individual o para desarrollar nuestra actividad profesional, podemos contribuir a un mundo mejor en la misma medida en que lo hacemos al decantarnos por un proveedor de energía verde o por una marca de ropa ambientalmente responsable.

Pero, además de esta píldora con la que promover las finanzas responsables, el Día de la Educación Financiera nos brinda también la oportunidad de analizar el presente y los retos de ese ámbito educativo.

La OCDE, por ejemplo, ha evaluado en varios de sus informes PISA el nivel de la educación financiera de jóvenes de 15 años de todo el mundo. La última vez, en 2018, en que pulsó las competencias de 117.000 estudiantes. De los cinco niveles en que el informe clasifica la educación financiera de su muestra, el grueso de la misma (85%) se sitúa en el segundo, que implica un conocimiento óptimo de los productos financieros más comunes y la capacidad de usar ese bagaje en situaciones relevantes. Pero solo un 10% alcanza el quinto nivel, repartido además predominantemente en Estonia, Canadá y Finlandia, y, de entre los 20 países analizados, España ocupa una discreta duodécima posición.

En otro estudio conjunto con el G20, la OCDE presenta un dato todavía más preocupante: que la mitad de los jóvenes adultos de entre 15 y 24 años del mundo bordean el analfabetismo financiero, pese a la oportunidad que constituye la proliferación de los llamados ‘nativos digitales’ para romper la barrera que impide a muchos jóvenes acceder y beneficiarse de los servicios financieros.

En contraste con esos datos con tan amplio margen de mejora, la INFE, la red internacional para la educación financiera de la OCDE, celebró un simposio en 2018 en el que expertos de 70 países constataron que la educación financiera debe ser un elemento central del mix de políticas públicas con las que favorecer la estabilidad financiera, a un nivel parecido al de la regulación de los mercados o a la protección de los consumidores.

Y el SDG Industry Matrix específico para la industria financiera a cargo del Pacto Mundial de Naciones Unidas y de KPMG para orientar las acciones del sector relacionadas con los ODS incorpora también numerosas referencias y ejemplos de cómo la educación financiera puede ser la vía para que los agentes financieros contribuyan a los Objetivos 1 (fin de la pobreza), 4 (educación de calidad) y 10 (reducción de las desigualdades).

Ante ese quórum sobre la importancia de la educación financiera, la forma en que impartirla no genera en cambio tantos consensos. Juan Carlos Delrieu, director de estrategia y sostenibilidad de la Asociación Española de Banca (AEB) y coordinador de Finresp, y Conchita Morán, también de la AEB, en una reciente tribuna en ABC consideraban limitado el alcance de la mera transmisión de conceptos básicos sobre finanzas a los más jóvenes y las campañas de sensibilización a cargo de las autoridades nacionales, e instaba en cambio a un mayor uso de la tecnología y a considerar también la importancia del desarrollo de habilidades no cognitivas como, por ejemplo, el control de unos impulsos que muchas veces están detrás de decisiones financieras irresponsables.

Delrieu y Morán destacaban asimismo una actividad reciente a cargo de la AEB consistente en preguntar a una serie de estudiantes de CUNEF, el Colegio Universitario de Estudios Financieros de Madrid, sobre qué tipo de aprendizaje les hubiera gustado recibir para afrontar sus primeros años de madurez con un conocimiento más sólido en temas financieros. La mayoría introdujeron la necesidad de un buen uso de la tecnología, y, en general, los estudiantes abogaron por una educación financiera más flexible y práctica que la actual, que recurra a la gamificación, a la creación de clubes financieros de gente joven o incluso a la de ‘bancos del colegio’.

Y, en un segundo artículo, en esta ocasión, en El Economista, el director de estrategia y sostenibilidad de la AEB defendía el concepto de ‘salud financiera’, entendida como el desarrollo de actitudes que van más allá del mero conocimiento de conceptos financieros: por ejemplo, el hábito del ahorro. Adicionalmente, planteaba que para mejorar la relación cotidiana con los hechos económicos que rodean nuestras vidas es imprescindible la combinación de tres enfoques. El primero es una formación reglada y continua, basada en la tecnología, en la que se transmitan los conocimientos financieros básicos. El segundo es la estimulación de las habilidades no cognitivas desde edades tempranas. Y el tercero, es pulir algunos sesgos cognitivos para evitar que los prejuicios y las emociones se impongan ante las elecciones racionales.

En definitiva, para que sea realmente efectiva, la educación financiera debe ser mucho más transversal, experiencial y recibir un claro impulso en los currículos académicos, y optar por enfoques tan estimulantes como al que caracteriza por ejemplo al Museo Interactivo de Economía de México, que promueven Banxico y la Asociación Mexicana de Bancos (ABM).

El riesgo de vulnerabilidad que conlleva el déficit de competencias y habilidades financieras que arrastra la sociedad española acentúa nuestra fragilidad en contextos de incertidumbre como el actual, y deteriora o al menos condiciona nuestra capacidad para visualizar y planificar el futuro, más aún en el medio y largo plazo.

Por todo ello, es hoy más necesario que nunca promover, animar y facilitar la adopción de niveles adecuados de conocimientos financieros, y que estos sean accionables, esto es, trasladables a hábitos y decisiones financieras que contribuyan a mejorar la salud financiera de todos. Porque la educación financiera, en realidad, comparte muchas similitudes con la salud pública, en el plano preventivo, de protección (y autoprotección), de promoción, adopción y/o recuperación de hábitos saludables tanto en el ámbito individual como en el colectivo. De ella nos beneficiamos todos como sociedad, independientemente de que creamos, a título individual, que no la necesitamos.