La progresiva despoblación de las zonas rurales a favor de los grandes núcleos urbanos es un fenómeno global que presenta unos datos demoledores en nuestro país: si, entre 2000 y 2018, la población española creció en un 15,4%, la residente en municipios con menos de 5.000 habitantes se redujo en un 10,4%. Al cabo de este éxodo, la población rural en España ha pasado de ser el 20,9% del total en el inicio de la década de 2000 a solo un 16,2% en 2018, repartido por una superficie que representa en cambio el 84,1% del territorio nacional.
Nos equivocaríamos si observásemos este fenómeno como algo irrelevante e irreversible:el medio rural constituye un elemento esencial de la sociedad y un contribuidor neto para que ésta sea sostenible económica, social y ambientalmente, porque provee al conjunto de alimentos, agua y aire limpio, y porque un asentamiento poblacional nivelado reduce la presión que algunos núcleos urbanos ejercen sobre el desarrollo social y la distribución de la riqueza.
La protección y el empoderamiento de ese medio rural no puede limitarse sin embargo a lanzar campañas y eslóganes que insten a repoblar ‘la España vaciada’, sino que debe tener en cuenta, por ejemplo, que esas zonas albergan algunas de las actividades económicas más expuestas a riesgos climáticos, y que, por lo tanto, más allá de la disposición de la población a vivir o no en ellas, son entornos vulnerables. A nadie se le escapa, por ejemplo, que el calentamiento global complica determinados cultivos que sostienen importantes ecosistemas productivos.
Reducir la vulnerabilidad del medio rural puede erigirse así en la mejor fórmula para que las nuevas generaciones lo consideren como un espacio en el que basar sus proyectos de vida, pero ¿cómo podemos conseguirlo? Sin duda, mejorando las técnicas de producción agrícola y ganadera y volviéndolas más respetuosas con el medio ambiente, desarrollando sistemas que garanticen un uso más eficiente de los recursos naturales, promocionando los productos de origen rural con etiquetas sostenibles que la población perciba además como sellos de calidad, y fomentando en general la actividad económica y el empleo en sus contextos.
Como ocurre con otros cambios socioeconómicos de gran calado imprescindibles para conducirnos hacia un mundo más sostenible, ese empoderamiento del medio rural resultará imposible sin la contribución de todos los agentes financieros. En ese sentido, resulta especialmente relevante la aportación de las cooperativas de crédito –que aportan capilaridad al sector financiero, hacen posible una atención y una actividad crediticia de proximidad, e impulsan la agricultura ecológica no solo a través de la financiación, sino también de actividades deformación–, o la de un sector asegurador que brinda protección y certidumbre a actividades sujetas a la aleatoriedad meteorológica del mundo actual. También son importantes iniciativas supranacionales que fomenten la innovación y las prácticas sostenibles de sectores típicamente rurales para volverlos más resilientes y productivos mediante un mejor uso de los recursos hídricos, una mayor observancia de la seguridad alimentaria o la reducción de sus emisiones de CO2.
En definitiva, un mundo de megaciudades no será un mundo sostenible, y para revertir el éxodo rural no bastará con apelar al romanticismo de la vida en el campo. Los agentes financieros pueden y quieren ser también un agente de cambio en este sentido, y caminar en su dirección es también hacer finanzas sostenibles.
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